Luces del cielo y la tierra
Nada menos que 150 millones de kilómetros separan la Tierra de su estrella más cercana, el Sol.
Sin él la vida no sería posible tal y como la conocemos. Un poco más cerca y la Tierra estaría abrasada. Un poco más lejos y se congelaría.
Es el motor de la vida en la Tierra y la base de la práctica totalidad de las cadenas tróficas que existen en ella además de determinar el clima, los vientos y las precipitaciones en todo el planeta. También nos aporta luz en una nada despreciable franja del espectro electromagnético, aunque sólo seamos capaces de ver el 40% de esta luz, que es lo que abarca nuestro rango de visión.
La mitad de toda su radiación es luz infrarroja, invisible a nuestros ojos, y supone el principal aporte externo de calor al planeta. Sin este aporte el calor interno de la Tierra no sería capaz de mantener el agua en estado líquido.
El 10% de la radiación restante es ultravioleta, muy energética y dañina para la mayor parte de seres vivos ya que es capaz de desestabilizar los ácidos nucleicos y provocar mutaciones en el material genético.
Muchos organismos se han adaptado para aprovechar determinados espectros beneficiosos de la luz solar y a la vez evitar todo lo posible los efectos nocivos desarrollando por ejemplo pigmentos que absorban las radiaciones perjudiciales (tal es el caso de nuestra melanina).
Sin embargo, por muchas adaptaciones que tengamos, la mayoría de seres vivos no resistiríamos en la Tierra si no fuese por ese escudo planetario que absorbe y refleja la mayor parte de esta radiación solar dañina: la atmósfera.
Pero el Sol no sólo expulsa energía en forma de radiación electromagnética. Durante su constante combustión salen despedidas de su capa más externa, la corona, partículas subatómicas que son expulsadas por la diferencia de presión entre el Sol y el espacio, y aceleradas por el propio campo magnético del Sol. Así, estas partículas forman lo que llamamos radiación cósmica o viento solar, y viajan por el espacio a altísimas velocidades. Una mínima parte de ellas se encuentran con la Tierra tras cerca de dos días de viaje (recordemos esos 150.000.000 de kilómetros que separan el Sol y nuestro planeta). Chocan a unos 400km/s que pueden llegar a ser 1000km/s cuando ocurren acontecimientos violentos en las capas externas del Sol como las llamaradas solares o las eyecciones de masa coronaria.
Al acercarse a la Tierra, interaccionan con su campo magnético, o magnetosfera, el cual llegan incluso a deformar. Algunas son desviadas y despedidas rodeando la Tierra, como el agua rodea una piedra en un río, antes de seguir su curso. Pero las que chocan de forma más perpendicular, interaccionan con este campo magnético que las conduce hacia los polos terrestres. Es cerca de los polos donde toman una trayectoria más perpendicular a la atmósfera y a la superficie terrestres adentrándose en capas de gases atmosféricos cada vez más densas.
Durante su camino colisionarán con las moléculas de dichos gases, aportándoles una energía adicional a su estado fundamental de reposo energético. Este nuevo estado excitado de las moléculas de gas es tan inestable que dura millonésimas de segundo. Para volver a su estado fundamental la molécula expulsa la energía sobrante en una longitud de onda que en parte se encuentra dentro de nuestro espectro visible, emitiendo un destello luminoso que al ocurrir de forma simultánea en grandes áreas de la atmósfera forma un auténtico espectáculo de luz y color que conocemos como auroras.
Si ocurren en el hemisferio Norte las denominamos auroras boreales y si lo hacen en el Sur serán auroras australes.
Un proceso similar a la formación de auroras pero que nos resulta mucho más familiar es el que ocurre en los tubos de neón que usamos como lámpara o en los anuncios luminosos. Las moléculas del gas contenido en el cristal de la lámpara se excitan con la corriente eléctrica, y tratan de volver a su estado fundamental liberando luz, que variará de color según el gas empleado.
Del mismo modo, los distintos gases atmosféricos emitirán en longitudes de onda diferentes aportando distintos colores a las auroras según las pequeñas variaciones existentes en la composición gaseosa de la atmósfera. Al excitarse las moléculas de oxígeno emiten luz verde amarillenta o roja mientras que las de nitrógeno emite en azul. También emiten en ultravioleta, pero ese componente de la aurora sólo podremos observarlo con cámaras especiales.
Sin duda las auroras son un auténtico regalo, no sólo para la vista sino para la propia vida en la Tierra; pues no olvidemos que semejante espectáculo luminoso es un efecto colateral de la protección que nos brindan la atmósfera y la magnetosfera frente a un entorno espacial hostil hasta un punto que cuesta imaginar.
Y de propina...
Las auroras son fenómenos tan intensos que se pueden observar desde el espacio como muestran varios vídeos y fotografías tomadas desde la ISS. Como ya hemos visto con el Sol, la Tierra no es el único astro con campo magnético. Tanto es así, que la NASA ha logrado fotografiar auroras en otros planetas vecinos, como Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno.
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